Nadie sabe quién los llamó ni cómo entraron a la casa, pero allí estaban los dos frente al gélido cadáver de Tomas Quintero. Yacía este boca arriba, cianótico, ojos desorbitados, boca ampliamente abierta, tratando de agarrar el último respiro de oxígeno que no llegó, con ambas manos en el cuello, como intentando evitar ser estrangulado o pretendiendo distraer la atención de los detectives para que se enfocaran en un suicidio y no en un crimen.
Lámpara en mano para iluminar la amplia y oscura sala, el detective Miguel Bricenio, un negro de pelo crespo, mirada instigadora, sonrisa siempre ausente, de cuerpo voluminoso que todavía dejaba ver al luchador olímpico que alguna vez representó gallardamente al país, se agachó para observar con mayor detenimiento la ficha azul que aún reposaba adherida a la bóveda palatina del difunto; al hacerlo, pudo observar que en las manos del muerto se encontraba otra ficha roja incrustada en su cuello, justo debajo de pulgar de su mano izquierda.
La escena era analizada atentamente por el inspector Juan Rodrigues, un elegante y espigado barón descendiente de portugueses, de pelo canoso, ojos color avellana, manos largas, típicas de quien puede imaginar varias soluciones a problemas complejos al mismo tiempo, cámara fotográfica siempre al hombro y su libreta de campo en la mano, tomando notas y haciendo dibujos de todo cuanto observaba.
Bricenio y Rodrigues habían asistido juntos al prestigioso Instituto de Investigaciones Criminalísticas de la antigua Policía Técnica Judicial de Venezuela, pero por conexiones políticas con el partido de gobierno, el segundo había logrado ser ascendido antes de tiempo, un hecho que tenía sin cuidado a su compañero, a quien solo le importaba llevarle el pan diario a su mujer y sus dos niñas y demostrar, crimen tras crimen, que en el campo él era el mejor detective del país, el Sherlock Holmes maracucho, como algunas veces lo llamaban sus compañeros de promoción.
Bricenio y Rodrigues habían asistido juntos al prestigioso Instituto de Investigaciones Criminalísticas de la antigua Policía Técnica Judicial de Venezuela, pero por conexiones políticas con el partido de gobierno, el segundo había logrado ser ascendido antes de tiempo, un hecho que tenía sin cuidado a su compañero, a quien solo le importaba llevarle el pan diario a su mujer y sus dos niñas y demostrar, crimen tras crimen, que en el campo él era el mejor detective del país, el Sherlock Holmes maracucho, como algunas veces lo llamaban sus compañeros de promoción.
Una nota de 440 hercios proveniente de la habitación principal de la casa y el estridente sonido que hacen unas bisagras sin aceitar, cuando una puerta se abre lentamente, hicieron que Bricenio y Rodrigues desenfundaran sus armas, unas Pietro Beretta Cougar 8000, recientemente adquiridas para el cuerpo de detectives judiciales, y apuntaran hacia el sitio de donde ahora salía un haz de luz tenue y amarillenta que iluminaba la no muy agraciada cara del difunto Tomas Quintero. Con sus acuciosos ojos completamente enfocados hacia la luz, el detective Bricenio llamó la atención de Rodrigues y extendiendo sus labios completamente, al tiempo que levantaba la barbilla, le indicó a Juan que caminara hacia allá, porque simplemente así era él: a la hora de pegar un tiro, el negro era el jefe, sin importar quien comandara la operación.
La escena que los detectives vieron a continuación era algo más que intrigante: sentada sobre un piano, con un charco de lágrimas en sus pies, un diapasón en una mano y la otra sobre la nota LA del instrumento musical, María Cecilia, ahora viuda de Quintero, trataba de llorar un poco más a su difunto esposo, pero hace rato que las lágrimas se le habían agotado, dejándole enrojecidos lo que alguna vez fueron unos hermosos y apacibles ojos negros.
«¿Por qué no está al lado del muerto? ¿Qué hace al lado del piano?», pensó Rodrigues, al tiempo que tejía una maraña de posibles respuestas en su cerebro. No había nadie más en esa habitación, al menos no a simple vista.
Bricenio terminó de entrar en la habitación, se acercó a la viuda, la tomó por el hombro, le levantó la barbilla, le clavó la mirada de acero que no podía evitar en estos casos y le hizo la pregunta que rompió el mortuorio sonido del diapasón:
-- ¿Por qué lo hiciste?
Carlos Castro
@carloecastro
@carloecastro
Excelente! jajaja! Me gustaron los personajes. Hay que esperar la continuaciOn de la historia.
ResponderEliminarEsperare las proximas entregas...
ResponderEliminarMagnífica obra de suspenso producto de una mente profundamente perturbada. No quiero ni imaginar lo que vendrá en el segundo capítulo.
ResponderEliminarme gusta el suspenso que creaste,tomas. Un verdadero triler digno de nuestro insolito universo
ResponderEliminarComo por acá no se echa el cuento..., les explico que cada domingo, durante 6 semanas se publicará un capítulo elaborado por un escritor diferente. Para este primer capítulo el honor correspondió a Carlos Castro.
ResponderEliminarNo se qué está mejor, si el cuento o el dibujo. =)
ResponderEliminarExcelente 4to capitulo, un tanto difícil decidir cual es mi favorito, muy buena la ilustración de esta semana! yo me quiero poner ese flux!
ResponderEliminardebo reconocer que valio la pena, la gran espera y disguto de que no subieron la cuarta ilustración ese mismo día, hasta ahora la mejor ilustración de todas
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