domingo, 24 de abril de 2011

El absurdo caso del diapasón, el póquer y la viuda insomne (capítulo 3)


(En la cabeza de Rodrigues)

"Yo no fui", le contesto María Cecilia al negro en un tono tajante y seguro.

El negro se encogió de hombros y me dijo "Bueno, valía la pena intentarlo. ¿Te imaginas que por una vez un caso se resolviera tan fácil?"

"Aún no pierdo las esperanzas"

Mientras, allí seguía ella, con una postura mucho más allá a la que tenía hacía un segundo cuando intentaba retomar aquel mar de lágrimas que no conseguía aliviar su dolor. ¿Fue acaso una respuesta ensayada y que estaba esperando para salir en el momento indicado? No puedo descartar
que simplemente puede que sea su forma de ser. No lo sé, nunca me la han presentado. A mi juicio, la joven, era más que bonita, pero menos que impactante. Se me hacia difícil evaluar su carácter real, pero realmente dudaba que fuera una mujer risueña. Era delgada, de huesos parejos, de postura correcta. Vestía sin mucho esfuerzo, pero contando con un cuerpo que no dejaba perder el entusiasmo de imaginarla con algo más cómodo.

Esta bien, lo admito, no son pensamientos muy profesionales, pero las primeras impresiones abren la cadena de pensamientos previos al análisis. Un buen detective no puede ignorar su lado oscuro y bajo. Si lo hiciera quedaría privado de la creatividad necesaria para entender los móviles de la mayoría de los crímenes pasionales. Así que puedo pensar este tipo de cosas con toda tranquilidad y sin peso de conciencia: ¡coño, que tetas!

María Cecilia, por su parte volvía a sumergirse en el frágil tono que emanaba del diapasón, en un casi catatónico estado cuya aparente calma solo era desmentida por lo pesado de su respiración.

"Ahí hay angustia" me dije por lo bajo, y me dio gusto haberlo notado, de lo contrario esos diez segundos mirándole el busto hubieran sido totalmente injustificados (no, no lo hubieran sido)

(En la cabeza de Bricenio)

Rodrigues ya tenia como cinco minutos mirándole las tetas a la viuda cuando murmuró alguna vaina que no llegué a entender. Por favor, no me mal interpreten, no niego que yo también se las mire, pero al menos yo no invento excusas de que lo hago porque es parte de mi proceso de investigación. Yo si se las veo es porque las tiene bien puestas. Esas dos no se van a caer en un futuro próximo.

Aunque tengo que admitir que el carajo da con buenas pistas, la verdad ya no me extraña nada de lo que hace. Especialmente esa manía de oler todo y de llevarse cosas a la boca para saber a que saben. De hecho ahorita lo vi mojarse un dedo en lo que me imagino sería el rastro de las lágrimas que habían caído sobre el piano y llevárselo a los labios. ¡Asco! Dígame si en lugar de lágrimas en realidad son charcos de moco... ¡Guácala! La verdad es que no estoy interesado en saber a que le supo. Ahora, si hay algo que me llame la atención es el hecho de que una mujer que viene de trabajar en bares de póquer y mujeres de dudosa reputación (bueno, la verdad nadie tiene dudas sobre la reputación de estas damas de dudosa reputación) esté rodeada de ese aire tan solemne. Solo tres palabras me han mostrado mucho de ella. Yo no estoy muy seguro, pero por Dios y mi madre que si esta mujer no es la asesina con toda certeza que es la causa.

Le hice una seña a Rodrigues para saber en que estaba pensando. Este se me acercó y me habló muy bajo para que la viuda no escuchara.

"¿Te has fijado en la alfombra?" La pregunta me hizo mirar por segunda vez. Era una alfombra blanca y negra de largas cerdas.

"¿Que hay con ella?", quise saber pues no veía nada sospechoso en ella.

"Nada, que esta arrecha y me pregunto donde la compraron. De seguro a mi esposa le encantaría”.

¡Joder! Siempre me hace eso.

"No sé, pregúntale a ella", le dije sin mucho humor.

"Tengo la impresión que este caso va a girar en torno a esta mujer".

"Sé a lo que te refieres. El sabor de esas lágrimas me ha dejado una extraña sensación en las tripas"

"¿Y eso que significa?", pregunté sin estar seguro de querer saber la respuesta.

"Que tengo hambre, man", me lo merezco por preguntar. Entonces caí en cuenta que yo también tenía hambre, miré mi reloj y luego a la ventana para corroborar que lo que decía el primero era correcto: ya estaba
amaneciendo.

"¿Hablaste con el criado?", me pregunto Rodrigues.

"Sí. Un personaje bastante curioso, debo acotar"

"Lo he notado. ¿Te soltó algo?, además de plumas, digo"

El sujeto fue quien nos recibió. Nos abrió la puerta con la más estoicas de las expresiones, lo cual lo hacia aún mas conspicuo. Si es que se podía ser más conspicuo que de lo que ya era. De tez bronceada como de limpiador de piscinas, camisa y pantalones blancos y con un sombrerito turquesa que  no se quitaba ni aún dentro de la casa. Si el tipo no era pargo, estaba haciendo el curso y llevaba notas excelentes. Fue él quien nos condujo hasta el cadáver, y fue él quien llamo a la policía para notificar del crimen.

Lo seguimos por la casa tratando de no mirar el hilo que se le asomaba por encima de los pantalones. Fueron lo 45 segundos mas largos de mi vida.

"Dijo que no escucho ni discusión, ni ningún otro tipo de alboroto. Solo un tiro”.

"Un tiro?"

Rodrigues se regresó a la habitación de al lado para volver a mirar al muerto. Los dos miramos la habitación por medio minuto.  Entonces se dirigió a mí para decirme lo que ya yo había notado no mucho antes.

"Si alguien disparo un arma aquí, o fue una salva o una flatulencia bien arrecha. Pero aquí no hay ni balas, ni huecos”.

Unos pasos firmes y con un compás disparejo nos hicieron voltear hacia la puerta por la que habíamos sido traídos por el criado. Una mujer madura pero muy bien conservada entro a la habitación. Aún vestida con su bata negra de seda, cabello suelto en rizos, ojos cansados, labios pintados. La cinta en la cintura de su bata delataba  curvas que aún no la abandonaban.

Apuesto que Rodrigues esta mirando a ver si respira normal: ¡portugués buzo!

"Si son ustedes tan ambles", dijo de entrada sin molestarse en saludar. "¿Me podrían decir cuando podré enterrar a mi hijo?"

Yo no me atreví a hablar con ella; fue Rodrigues quien se hizo cargo. Mas tarde cuando ya salíamos de la casa me ha preguntado: "Y que te ha parecido la vieja?"

"Acojonante. ¿Te ha dicho algo útil acaso?"

"Sí, que la cáscara de durazno es buena para pulir zapatos"

"Me refiero al caso, pendejo"

"Bueno, creo que no se llevaba bien con la nuera, o como ella le dice de cariño: lamujerzueladetaguarahediondaamiaodeborrachoesa"

"Hum... Sí, creo que tienes razón en eso"

(En la cabeza de María Cecilia)

Todo se acabó. Todo se acabó. Todo se acabó. Todo se acabó... Y ahora para completar con este imbécil, que parece que nunca ha visto un par de tetas.

(En la cabeza de Anabelha)

Nadie puede llegar a saberlo nunca. ¡Arriba mujer, dignidad ante todo!. Has llegado muy lejos para detenerte ahora. Incluso por esto.

                                                                                                                                Juan Rodríguez
                                                                                                                                 @juanscoo

domingo, 17 de abril de 2011

El absurdo caso del diapasón, el póquer y la viuda insomne (Capítulo 2)

- ¿Por qué?
- ¿Por qué lo hiciste? -Le espetaba Anabelha en medio de una de las infinitas discusiones que habitualmente, se sucedían en los calurosos mediodías cargados de; lo espeso, lo denso, en la Casa de los Quintero. Anabelha no podía entender como su hijo, su único hijo, heredero de un linaje envidiado por los hombres de la caribeña ciudad y deseado por las mujeres más respetadas de la misma, había decidido –en una mala hora- unirse a esa cualquiera.

Años antes Tomas ya era reconocido como un joven idealista, músico y luchador por las causas sociales. Su afición por la fotografía lo había llevado a retratar el alma de la ciudad, con sus contrastes y colores, a su vialidad y a su podredumbre. Tomas había decidido refrendar su vida a simplemente mejorar las cosas, simplemente eso.

Los Quintero habían llegado a la costa a principios del siglo anterior, los buenos negocios y el trabajo duro, así como la utilización de un banco de favores había logrado hacer de la familia una de las más respetadas y queridas de Maracaibo. Por esa razón cuando Anabelha, matriarca de la familia, en una tertulia con las amigas del club al momento del café, se enteró que su hijo frecuentaba los bares de póquer y música barata, sintió que el apellido le reclamaba como un fuego intestinal.

En el patio los gritos de los alcarvanes azuzaban a madre e hijo. –porque la amo coño-  los brillosos ojos amenazaba una vez más dejar a Tomas sin más alternativa que dejar la discusión a medio andar, no podía comprender que su propia madre no le diera su bendición, que no haya asistido a su boda, donde prometió entregar su vida a María Cecilia.

El chillido de las campanas de la vieja grabación sonaban al compas de la brisa, los viejos parlantes del campanario, donde alguna vez hubo campanas italianas parecían apagarse cada vez. Dentro de la iglesia acompañados del zureo de palomas, santos tristes, andamios y un puñado de amigos, la sonrisa de Tomas era esplendida al momento de voltear hacía ella para descubrirla del velo. Ella detrás de la mantilla con su mirada, la misma que en una noche mientras escuchaban una vieja canción de Miguelito Valdes, se cruzaría con la de él para no separarse jamás.

Si pensaba en ti
para mí no era vida
si pensaba en ti
para mí era sufrir
tu bien sabias mi cielo
que yo te quería
tu bien sabias mi vida
que yo era así...”
-Ten cuidado mira que el póquer es tan o más peligroso que las mujeres, uno sabe cuando comienza a jugar pero no sabe cuándo es la última mano-.
-Sólo quiero tener una excusa para estar contigo-.

Si pensaba en ti
para mí no era vida...”
La música era un acompañante infaltable de las largas noches en la taguara, donde Tomas llego con la intención de captar el espíritu de los locales nocturnos del malecón, unos garitos donde aficionados a la música buscaban propinas de los clientes y los clientes buscaban suerte en el amor o en el juego, no en ambas.
Pero jamás tu a mi me engañaste
yo se que tu nunca me adoraste,
tampoco quiero de ti olvidarme
y sin embargo quererte no quiero
pues tu corazón solo está
hecho de hielo...”



Como testigo silente de las amarguras de Anabelha, con apacible semblante, con mirada férrea, el siempre muchacho de la casa había visto como los Quinteros siempre habían vivido una realidad puertas adentro y otra más allá del picaporte.
Criado dentro de las paredes de la casa, compañero de juegos de Anabelha cuando ambos eran muy niños para saber que sus mundos eran diametralmente distantes al día que jugaron a besarse.
-Carlos no puedo más, siento que se me va la vida, es muy duro ver como todo lo que soñé para él lo apostó en una estúpida mano de póquer, Carlos ayúdame-. Carlos Castro no dudaría desde aquel momento hacer lo que fuese necesario para aliviar el dolor de su… señora.


José Briceño
@sophos99

domingo, 10 de abril de 2011

El absurdo caso del diapasón, el póquer y la viuda insomne (Capítulo 1)


Nadie sabe quién los llamó ni cómo entraron a la casa, pero allí estaban los dos frente al gélido cadáver de Tomas Quintero. Yacía este boca arriba, cianótico, ojos desorbitados, boca ampliamente abierta,  tratando de agarrar el último respiro de oxígeno que no llegó, con ambas manos en el cuello, como intentando evitar ser estrangulado o pretendiendo distraer la atención de los detectives para  que se enfocaran en un suicidio y no en un crimen. 

Lámpara en mano para iluminar la amplia y oscura sala, el detective Miguel Bricenio, un negro de pelo crespo, mirada instigadora, sonrisa siempre ausente, de cuerpo voluminoso que todavía dejaba ver al luchador olímpico que alguna vez representó gallardamente al país, se agachó para observar con mayor detenimiento la ficha azul que aún reposaba adherida a la bóveda palatina del difunto; al hacerlo, pudo observar que en las manos del muerto se encontraba otra ficha roja incrustada en su cuello, justo debajo de pulgar de su mano izquierda.

La escena era analizada atentamente por el inspector Juan Rodrigues, un elegante y espigado barón descendiente de portugueses, de pelo canoso, ojos color avellana, manos largas, típicas de quien puede imaginar varias soluciones a problemas complejos al mismo tiempo, cámara fotográfica siempre al hombro y su libreta de campo en la mano, tomando notas y haciendo dibujos de todo cuanto observaba.


Bricenio y Rodrigues habían asistido juntos al prestigioso Instituto de Investigaciones Criminalísticas de la antigua Policía Técnica Judicial de Venezuela, pero por conexiones políticas con el partido de gobierno, el segundo había logrado ser ascendido antes de tiempo, un hecho que tenía sin cuidado a su compañero, a quien solo le importaba llevarle el pan diario a su mujer y sus dos niñas y demostrar, crimen tras crimen, que en el campo él era el mejor detective del país, el Sherlock Holmes maracucho, como algunas veces lo llamaban sus compañeros de promoción.

Una nota de 440 hercios proveniente de la habitación principal de la casa y el estridente sonido que hacen unas bisagras sin aceitar, cuando una puerta se abre lentamente, hicieron que Bricenio y Rodrigues desenfundaran sus armas, unas Pietro Beretta Cougar 8000, recientemente adquiridas para el cuerpo de detectives judiciales, y apuntaran hacia el sitio de donde ahora salía un haz de luz tenue y amarillenta que iluminaba la no muy agraciada cara del difunto Tomas Quintero.  Con sus acuciosos ojos completamente enfocados hacia la luz, el detective Bricenio llamó la atención de Rodrigues y extendiendo sus labios completamente, al tiempo que levantaba la barbilla, le indicó a Juan que caminara hacia allá, porque simplemente así era él: a la hora de pegar un tiro, el negro era  el jefe, sin importar quien comandara la operación.

La escena que los detectives vieron a continuación era algo más que intrigante: sentada sobre un piano, con un charco de lágrimas en sus pies, un diapasón en una mano y la otra sobre la nota LA del instrumento musical, María Cecilia, ahora viuda de Quintero, trataba de llorar un poco más a su difunto esposo, pero hace rato que las lágrimas se le habían agotado, dejándole enrojecidos lo que alguna vez fueron unos hermosos y apacibles ojos negros.

«¿Por qué no está al lado del muerto? ¿Qué hace al lado del piano?», pensó Rodrigues, al tiempo que tejía una maraña de posibles respuestas en su cerebro. No había nadie más en esa habitación, al menos no a simple vista.

Bricenio terminó de entrar en la habitación, se acercó a la viuda, la tomó por el hombro, le levantó la barbilla, le clavó la mirada de acero que no podía evitar en estos casos y le hizo la pregunta que rompió el mortuorio  sonido del diapasón:

-- ¿Por qué lo hiciste?



                                                                                                                                      Carlos Castro
                                                                                                                                      @carloecastro